Descubriendo las maravillas de Otavalo

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Presupuesto:
Más de $100
Tiempo recomendado:
4 días

Descubriendo las maravillas de Otavalo

Hacia la parte norte de Ecuador existe una pequeña ciudad en la que abundan cascadas, lagunas, montañas y volcanes en sus alrededores. Se llama Otavalo, y es capaz de brindar sorprendentes paisajes a quien se disponga a recorrerla sin prisa.

La mejor forma de llegar a Otavalo es desde Quito, se encuentra a sólo dos horas hacia el norte por la Panamericana. Si partes desde Guayaquil, deberás conducir primero hasta la capital, tardando aproximadamente entre siete a ocho horas dependiendo del tráfico en la carretera, tomando como punto de partida la Primax de Samborondón.

Sabemos que es un trayecto largo, por lo que si tu idea es ahorrar todas las energías posibles, puedes viajar en bus durante la noche. En la empresa Transportes Ecuador el boleto ronda los $12,00. Desde la Terminal de Carcelén en Quito, también puedes tomar un bus –con Trans Otavalo– por $2,75.

Nosotros llegamos a Otavalo un viernes antes del mediodía, dejamos las mochilas en el Hostal El Geranio y salimos primero a recargar fuerzas con un plato de comida en el restaurante Buena Vista  (literal, la mesa desde el balcón en el segundo piso, tenía una agradable vista hacia la Plaza de los Ponchos y las montañas). Luego de salir satisfechos con el pollo en salsa de champiñones –el precio era de $8,00–, tomamos un taxi hasta la entrada del Bosque Protector Cascada de Peguche. La carrera costó $2,00 y tardamos menos de 15 minutos en recorrer los 3.3 km que nos separaban de este punto turístico.

El horario de ingreso era de 08h00 Am a 05h30 Pm, por lo que llegamos a una hora adecuada, y aunque nos encontrábamos a 2,500 msnm, por la tarde el calor se sentía fuerte, hasta el punto en que tuvimos que quitarnos los abrigos. Caminamos por los senderos bien marcados, rodeados de naturaleza. Pasamos frente a unas pequeñas piscinas, llamadas comúnmente Piscinas Incaicas, en ese instante el clima invitaba a zambullirnos, pero habíamos olvidado los trajes de baño.

Avanzamos un poco más, esquivando los ataques de los bichos –una especie de diminutos mosquitos– hasta que nos topamos de frente con la cascada. Tenía 20 metros de altura y, aunque a simple vista parecía pequeña, podía llegar a empapar por completo a cualquiera que se acercara hasta su caída de agua. Por lo que era común ver a turistas pararse, con ropa impermeable, sobre las rocas al pie de la cascada y volver mojados de pies a cabeza.

Hacia el lado izquierdo, subiendo por una pequeña cuesta, se encontraba un mirador desde el cual teníamos otra perspectiva de la cascada. Y si tomábamos el derecho, ascendíamos por unas escaleras que nos conducían hasta una segunda cascada, cuya altura no superaba los seis metros, pero de todas maneras, nos encantó conocerla.

Anduvimos por los senderos del bosque, paseando entre la zona de camping donde habían dos Talanqueras (pequeñas cabañas de forma triangular), por $10,00 se podía pasar la noche allí en pareja. O si se quería vivir más la aventura, era posible llevar una carpa y pagar $1,00 por persona. Cabe mencionar que en el lugar habían sanitarios, pero no duchas. Decían que en el río –con su temperatura fría– uno podía bañarse sin problema; no nos quedamos para reafirmarlo.

Cerca del área de camping también era posible ver un antiguo árbol, conocido como el Árbol de la Fertilidad. Era grande, con una formación algo extraña. Lamentablemente mucha gente lo ha rayado con tinta en el tronco. Dimos una última vuelta por el sector de tiendas de comida y artesanías –permanecían cerradas– y cruzamos el puente colgante llamado Platanillo, su altura no provocaba vértigo, pero si pasaban más de cuatro a la vez, tambalea ligeramente.

Para disfrutar y recorrer bien el lugar, se le debe destinar cerca de dos horas, así lo hicimos nosotros y salimos contentos y agotados, tanto así, que nuestra idea era regresar hasta el centro de Otavalo caminando sobre las antiguas rieles del tren, pero al final nos montamos en un taxi.

Llegamos a descansar a nuestra habitación, que por cierto era muy cómoda. El ambiente familiar del hostal era agradable. La noche en el hospedaje costaba $24,00 para dos personas e incluía desayuno, y como se encontraba bien ubicado en la ciudad, por la noche salimos a cenar pizza en el restaurante Sabor Vazco.

Día dos

La razón principal por la que habíamos venido a Otavalo en fin de semana, era para presenciar el mercado más grande de Sudamérica que cobra vida únicamente los días sábados. El eje principal comercial se sitúa en la Plaza de los Ponchos, cierran varias calles a su alrededor y los artesanos arman sus puestos de ventas a partir de las 06h00 Am. La actividad empieza a surgir desde las 8h00 Am.

Recomendamos venir a pie, ya que las calles colapsan y muchos vehículos se estacionan desde temprano con sus baúles llenos de mercadería. Todo el tiempo caminamos lento, sorteando a la gente, todos curiosos por encontrar los mejores precios en abrigos, sombreros, ponchos, bufandas, camisas, pantalones, artesanías, trabajos en barro, madera y un largo etcétera.

En un principio teníamos en mente visitar la Feria de Animales, efectuado también los sábados, pero recientemente lo cambiaron de lugar. Ahora se ubica en Quinchuquí, a 15 minutos en auto de Otavalo. Intentamos despertarnos a las 05:30 Am, ya que lo llamativo de este tipo de feria es verla cuando recién está comenzando, desde antes que salga el sol, pero no lo logramos.

Luego nos enteramos que, por ser el día de inauguración –primer día en Quinchuquí–, y debido a un brote de enfermedad en los caballos, la asistencia fue escasa y sólo hubo aves para comercializar.

Aproximadamente a la 01h00 Pm terminamos de recorrer todo el mercado, nos retiramos felices por haber conseguido lo que buscábamos (abrigos y un gorro). El estómago nos pedía hacer una pausa, por lo que almorzamos una fritada típica –por $7,00– en el restaurante Mi Otavalito.

Un par de horas después, estábamos rumbo a la Cascada de Taxopamba, tardamos 15 minutos en llegar. Muchas personas prefieren ir en taxi (cobran $6,00 por trayecto) y regresar caminando, aunque existe la posibilidad de que el mismo taxista los recoge después, ya que casi no hay espacio para estacionar los vehículos a un costado de la carretera.

Desde la entrada caminamos 15 minutos hasta poder verla –era alta pero con poca agua–, no era tan imponente como la de Peguche, sin embargo, logramos distinguir su encanto. El sendero ofrecía unas admirables vistas hacia las montañas y volcanes cercanos. Importante: tomar en cuenta el estado del clima, ya que puede tornarse peligroso si empieza a llover mientras se visita esta cascada.

Culminamos el segundo día comiendo sándwiches –los precios rondan los $7,00– en La Cosecha Coffee, frente a la Plaza de los Ponchos y a pocas cuadras de nuestro hospedaje.

Día Tres

Este día estaba destinado para el paseo más exigente y, a la vez, para conocer uno de los rincones más extravagantes de nuestro país. Iríamos hacia las Lagunas de Mojanda, ubicadas a 45 minutos, y 15 km al sur, de Otavalo.

Tomamos el mismo camino que nos llevó anteriormente hacia la Cascada de Taxopamba. Salimos en la mañana acompañados por dos guías (quienes también eran propietarios del Hostal El Geranio), ya que deseábamos aventurarnos hasta uno de los cerros que se hallaba más alejado del circuito turístico común.

Por lo general, las personas llegan y estacionan el auto frente a la primera laguna (llamada Laguna Grande), hasta aquí el camino es empedrado. Luego suben a pie hacia el mirador de la montaña Fuya Fuya en aproximadamente tres horas –dificultad baja–.

Bajar es más sencillo y toma menos tiempo, por lo que si van en taxi –cuesta $25,00 ida y vuelta–, este los viene a recoger cinco horas después. Pero nosotros queríamos ver las tres lagunas que conforman el complejo volcánico de Mojanda, y eso sólo era posible desde lo alto del Cerro Negro.

Se requiere de un carro 4x4 para llegar hasta allá debido al mal estado de la ruta; el lodo es visible por todas partes. A diferencia del Fuya Fuya, el camino para subir al Cerro Negro es más corto, toma cerca de hora y media, sin embargo, el esfuerzo es más exigente.

No existía un sendero trazado (por eso es importante ir con guías), durante todo el trayecto nos agarramos de la vegetación del páramo para apoyarnos con las manos a la hora de subir, su inclinación era severa. En un momento sentimos dolor de cabeza, mareo, malestar; era la bienvenida del soroche por sobrepasar los 4,000 msnm.

Desde la punta donde decidimos parar (faltaba poco para la cima, pero el cuerpo no alcanzaba más), veíamos las dos lagunas: la Grande y la Negra. Un paisaje maravilloso que recompensaba el arduo ascenso y que, por instantes, se ocultaba tras la neblina.

La tercera laguna –llamada Pequeña–, ubicada a nuestras espaldas, no dejó verse, las nubes la rodearon todo el tiempo, sin embargo, nos alegrábamos de encontrarnos ahí; la neblina le otorgaba un aspecto distinto al escenario. Se sentía una paz enorme, éramos las únicas cuatro personas disfrutando de aquel panorama y soportando el frío de la Sierra ecuatoriana.

Descendimos manteniendo el mismo cuidado con el que ascendimos. Dicen que junio y julio son las mejores épocas para subir al cerro; no llueve y se encuentra más despejado. Aunque no nos arrepentimos de haber ido con un clima poco favorable.

Luego, para recuperar fuerzas, fuimos a comer al restaurante La Casa de mis Viejos, en el Lago San Pablo. Los platos eran tan grandes, que de uno podían comer dos personas. En este sector también se pueden encontrar opciones de hospedajes, pero a precios más elevados. Aunque no hace falta dormir aquí para ver el lago, sólo hay que conducir 10 km desde Otavalo. Muchos dicen que el mejor punto para contemplar el lago de cerca, es ingresando por el Parque Acuático.

Día Cuatro

Último día en Otavalo, antes de despedirnos de la ciudad, fuimos a conocer uno de sus sitios más característicos y sagrados: el Árbol Milenario El Lechero, en donde aún se realizan rituales de purificación por parte de los indígenas, y en tiempos de sequía, se reza y se llevan ofrendas para atraer a la lluvia.

El árbol, que actualmente lo han cercado para protegerlo, es sagrado también porque aquí enterraban –años atrás– a los niños que pasaban a otra vida sin poseer un nombre o sin ser bautizados. Además, mencionan que hace aproximadamente mil años, este punto era el observatorio astronómico más grande de la zona norte del país.

Para llegar hasta el mirador, ubicado a 15 minutos del centro de la ciudad en auto, se debe atravesar unas calles empinadas. Algunas personas prefieren venir caminando para disfrutar del paisaje montañoso. Otros optan por tomar un taxi (cobran $4,00 por trayecto), y si no se tiene en mente hacer un picnic frente a los volcanes, lo mejor sería que el taxista los espere.

Al caminar bordeando el árbol, pudimos observar el Lago San Pablo, las casas de Otavalo, el Volcán Imbabura y el Cotacachi, aunque las cimas se hallaban cubiertas por las nubes. Sabíamos que el paseo había llegado a su fin, pero de haber contado con más tiempo, hubiésemos avanzado hasta el centro de rescate de aves rapaces Parque Cóndor, ubicado a escasos minutos de donde nos encontrábamos parados.

No había más por hacer que regresar a nuestro hostal antes que nos alcanzara la lluvia en lo alto del mirador El Lechero. Debíamos recoger las mochilas y prepararnos para decirle adiós a esta ciudad que tiene mucho por ofrecer. Sin duda regresaremos en alguna otra ocasión.

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